Tocar el cielo.
Los colores se fusionaban y hacían bailar mis sentidos. Los tonos azules cobraban vida por si solos, haciendo de París su lugar de nacimiento. Se iban adueñando de cada una de las calles de la gran ciudad de la luz, donde, desde la cumbre del Montmartre, mi cámara grababa una faceta hasta ahora desconocida para mí. Respiraba el ambiente bohemio que despendía cada uno de los pinceles de los artistas que circulaban por allí. La plaza de los pintores se había convertido en el ágora del Olimpo, donde cada uno de los dioses competía por hacer el retrato más perfecto, unos juegos olímpicos en los que solo se podía usar el talento acompañado del óleo y las brochas.