Marta, il mio amore grande, y yo...
Marta, il mio amore grande, y yo todavía solemos recordar aquella puesta de sol estival en Frascati. Estuvimos una temporada estudiando italiano en Roma —un viejo sueño romántico de ambos— y, durante los fines de semana, nos dedicabamos a viajar por todos los grandes y pequeños pueblos que rodeaban la zona.
Gracias al consejo de una de las profesoras de la escuela, originaria de la que se conoce como La Ciudad de las Villas Tuscolanas, una tarde de jueves —creedme, los españoles no somos los únicos que sabemos salir cualquier día de la semana— acudimos a Frascati. Si vives o visitas Roma, el paso por Frascati debería ser obligado, pues se encuentra tan solo a 20 kilómetros de la capital y es muy fácil llegar. Los trenes se cogen desde la estación de Termini; el billete es barato, lo que en España llamaríamos simple; y, si mal no recuerdo, la línea que debéis coger es la misma que para llegar al famoso aeropuerto de Ciampino —prometo actualizar el post con información más detallada—, por lo que no tiene pérdida.
Frascati es conocida por sus célebres villas, construidas en el siglo XVI. En total, tomando apoyo de la Wikipedia —sí, lo sé, no es fuente— éstas son doce: Aldorbrandini, Parisi, Falconieri, Grazioli, Lancellotti, Muti, Rufinella, Sora, Torlonia, Vecchia, Mondragone y Sciarra. Todas ellas pertenecían a diversos Papas, cardenales y nobles de Roma; fueron estandarte de su poder y servían como residencias veraniegas. Además, no estaría mal una rápida visita a la Catedral de San Pedro Apostól, en el centro histórico, donde descansa —no sé si en paz— un antiguo rey inglés.
Y si, como digo, el paseo por la ciudad es obligatorio, aún lo es más cenar en una de las muchas terrazas en las que poder contemplar Roma desde lo lejos mientras el Sol comienza a caer.
Aspectos históricos o culturales aparte, quizá sea lo siguiente lo que más me llamó la atención de Frascati y por lo que más viene muy a menudo a mi memoria. En muchos de los bares, tú puedes llevar tu propia comida y tan solo pedir la bebida al camarero. Nadie os dirá nada por hacerlo y, de hecho, vosotros mismos podréis contemplar cómo para muchas familias italianas es una costumbre de los más normal. Haced uso de la poca vergüenza torera que tengáis y no seáis excesivamente rácanos al pedir la bebida porque, paradójicamente por encontrarse en Italia, me llamó la atención que no se destilaba mucho la actitud pícara de sentarse y casi no consumir. Además, la ciudad, el ambiente, las vistas y el vino bien merecen la pena.
Todavía no me acostumbro a dar consejos, pero recomiendo que adquiráis productos italianos típicos en cualquier de las tiendas cercanas —no os demoréis mucho en llegar, los horarios no son los que en España se acostumbran—, pues los mismos tenderos están acostumbrados a preparar la comida para que te la comas en el negocio de al lado.
Comentar que debéis preocuparos por el precio lo justo. Si bien no recuerdo cuánto nos costó la juerga, estoy seguro de que no fue muy caro.
¿No os pasa lo mismo que a mí? ¿No es verdad que Italia no deja de sorprender a pesar de ser uno de los países más tratados del Mundo Mundial —como diría Manolito Gafotas—?