Cuando tomar el tren es entrar en una obra de arte
Vamos a entrar de nuevo en la máquina del tiempo, a remontarnos al principio del siglo pasado, cuando la ciudad de Dunedin, heredera de la Dundee escocesa y poblada por emigrantes provenientes de esta urbe de los Highlands era el auténtico dentro comercial de Nueva Zelanda. La riqueza fluía y llenaba las manos y las arcas de aquellas familias que habían llegado a las islas bajo la protección de la Reina Victoria que les había encargado la siempre difícil tarea de colonizar las vastas extensiones de su todopoderoso imperio.
Trabajaron duro durante décadas y querían que su nueva ciudad brillara como una joya más en la corona de Su Benefactora Majestad. Y como no podía ser de otra manera, debían dar un paso adelante y honrar a ese medio de transporte que tanto hizo por la Revolución Industrial y el auge económico y social del Imperio Británico. Decidieron levantar una estación de tren que fuera orgullo nacional y al tiempo hablara de la pujante riqueza de la ciudad.