Desde La Fregeneda, en el límite de ...
Desde La Fregeneda, en el límite de Portugal y España, sigo despacio al gran Duero –o Douro. Que él me guíe hacia su desembocadura en Oporto a su ritmo, obligándome a cruzarlo mil veces, unos kilómetros bordeando la margen derecha porque allí se esconde una vieja estación de tren cubierta de magníficos azulejos, luego por la izquierda, porque en lo alto hay un ‘miradouro’ desde donde se aprecia el paisaje en toda su grandeza.
El Douro, se muestra hermoso. Aguas profundas oscurecidas por la súbita sombra de una sierra, aguas destellantes cuando de lleno les da el sol. Bancales cubiertos de vides precipitándose sobre las riberas rojizas, la tierra dibujada por infinitos y caprichosos surcos, almendros y cerezos llenando el aire de dulzura y color. De tanto en tanto un solar de antiguo linaje, los techos altos rematados en puntiagudas torres de pizarra, sus muros carcomidos adornados con guirnaldas de azulejos, la forja herrumbrada cubierta de glicinas en flor.