SerViajera
En Calca, uno de los pueblos del Valle...
En Calca, uno de los pueblos del Valle Sagrado, me tocó vivir una experiencia fascinante: La fiesta en honor de la Mamacha Asunta –o Virgen de la Asunción. La virgen es la ‘alcaldesa vitalicia’ de Calca, así que el festejo era por todo lo alto.
El pueblo se había transformado en un gran comedero. La calle principal y la plaza estaban tapadas de puestos cubiertos de hules azules donde se cocinaba en calderos y sobre braseros. Caminé despacio oliendo la mezcla del culantro y el humo del palo santo, el caldo de gallina, las sopas de maíz y las carnes especiadas, y de pronto vi que al final de la calle se levantaba un revuelo.
Contorsionándose como endemoniados, en fila y con una banda atrás, distinguí a un grupo de bailarines. Grotescas máscaras naranjas, música, movimientos exagerados, lentejuelas y papel picado venían directo hacia mí. El grupo se aproximó más, la música sonó estridente y alegre. Ahora pasaban a mi lado. En eso, un bailarín se salió de la fila, se acercó hasta casi tocarme y agitó una culebra de felpa alrededor de mi cara. La alejaba, la arrimaba a mis ojos, y la víbora iba y venía, rozándome amenazadora como si estuviera viva. Durante segundos interminables contuve el aliento, sin saber qué hacer. Después, el hombre se alejó y enloquecido volvió a bailar.
Seguí caminando entre la multitud y llegué hasta la iglesia -antigua y muy deteriorada- justo cuando otro grupo de bailarines con un atuendo rojo y oro, las cabezas envueltas en trapos negros y enmascarados, se disponía a entrar.
Los bailarines tienen un papel protagónico en las fiestas cusqueñas. Contemplarlos remite a celebraciones que uno recuerda como en sueños haber visto, todas juntas, mezcladas, exacerbadas y reinventadas. Rituales antiquísimos y olvidados de la religión católica, las procesiones de las cofradías españolas en Semana Santa, festejos paganos del carnaval y costumbres ancestrales incas, confluyen en una ceremonia barroca y desbordante. Las cofradías tienen cada cual su uniforme o disfraz, su color, su estandarte, su máscara y su propósito, y desde la parodia y la metáfora, representan un gremio, una historia, una situación.
Fueron más o menos diez minutos de calma hasta que una voz dio una orden. Entonces los bailarines formaron de dos en dos y se arrodillaron: Comenzaron a caminar arrodillados al compás de la banda que sonaba ya dentro de la iglesia. El templo estaba engalanado: Velas encendidas, telas colgando del techo, las imágenes vestidas con sus mejores ropas. En los bancos, cholos rezaban con fervor y en voz alta, viejas desdentadas sentadas en el piso de ladrillos encendían una vela a un gran Cristo con faldón. Mientras, los bailarines, siempre arrodillados, llegaban a un costado del altar donde estaba la imagen de la Virgen Asunta.
De pronto se hizo silencio y de algún lado apareció un sacerdote con un aspecto extrañísimo. Estaba vestido como para oficiar misa, aunque su rostro estaba cubierto con una máscara idéntica a la de los bailarines. Tuve que mirar dos veces: En su mano llevaba un chicote de tres puntas. Uno a uno, y siempre arrodillados, los bailarines fueron acercándose al cura. Entonces éste les levantaba el poncho del disfraz, y con especial ímpetu les daba tres latigazos en la espalda. Luego los bailarines se iban poniendo de pie.
Los cófrades, una vez ‘perdonados’, salieron de la iglesia ya de pie. Entonces la banda cambió el ritmo, sonaron estridentes las trompetas y empezó la fiesta. Bailando como locos, contorsionándose, hamacándose como si se hubieran tomado toda la chicha del mundo, los bailarines se abrieron paso entre la multitud.
Seguí caminando entre la multitud y llegué hasta la iglesia -antigua y muy deteriorada- justo cuando otro grupo de bailarines con un atuendo rojo y oro, las cabezas envueltas en trapos negros y enmascarados, se disponía a entrar.
Los bailarines tienen un papel protagónico en las fiestas cusqueñas. Contemplarlos remite a celebraciones que uno recuerda como en sueños haber visto, todas juntas, mezcladas, exacerbadas y reinventadas. Rituales antiquísimos y olvidados de la religión católica, las procesiones de las cofradías españolas en Semana Santa, festejos paganos del carnaval y costumbres ancestrales incas, confluyen en una ceremonia barroca y desbordante. Las cofradías tienen cada cual su uniforme o disfraz, su color, su estandarte, su máscara y su propósito, y desde la parodia y la metáfora, representan un gremio, una historia, una situación.
Fueron más o menos diez minutos de calma hasta que una voz dio una orden. Entonces los bailarines formaron de dos en dos y se arrodillaron: Comenzaron a caminar arrodillados al compás de la banda que sonaba ya dentro de la iglesia. El templo estaba engalanado: Velas encendidas, telas colgando del techo, las imágenes vestidas con sus mejores ropas. En los bancos, cholos rezaban con fervor y en voz alta, viejas desdentadas sentadas en el piso de ladrillos encendían una vela a un gran Cristo con faldón. Mientras, los bailarines, siempre arrodillados, llegaban a un costado del altar donde estaba la imagen de la Virgen Asunta.
De pronto se hizo silencio y de algún lado apareció un sacerdote con un aspecto extrañísimo. Estaba vestido como para oficiar misa, aunque su rostro estaba cubierto con una máscara idéntica a la de los bailarines. Tuve que mirar dos veces: En su mano llevaba un chicote de tres puntas. Uno a uno, y siempre arrodillados, los bailarines fueron acercándose al cura. Entonces éste les levantaba el poncho del disfraz, y con especial ímpetu les daba tres latigazos en la espalda. Luego los bailarines se iban poniendo de pie.
Los cófrades, una vez ‘perdonados’, salieron de la iglesia ya de pie. Entonces la banda cambió el ritmo, sonaron estridentes las trompetas y empezó la fiesta. Bailando como locos, contorsionándose, hamacándose como si se hubieran tomado toda la chicha del mundo, los bailarines se abrieron paso entre la multitud.
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