Mucho arte y mucha raza: la cueva de Curro Albaicín
Era viernes por la noche. Después de una ronda de tapeo por el centro, nos cogimos un taxi y nos plantamos en una de las cuevas del Sacromonte: la de Curro Albaicín. Unos amigos que se casaban (ese era el motivo de nuestra visita a Granada) habían organizado una fiesta y para ello escogieron tan pintoresco lugar.
Antes del viaje servidora ya había husmeado en Internet y el rincón prometía. Había visto una foto de su dueño y tenía pinta de personaje (dicho en positivo).
¿Qué tal la velada? No nos defraudó. No soy precisamente fan del flamenco pero, todo sea dicho, basta con ser un espíritu mínimamente inquieto para disfrutar (y mucho) con la experiencia, que sin duda recomiendo.
El local es una caña. Lo definiría como la estampa perfecta del kitsch con ángel y raza. Sus paredes suman mucha historia, que se asoma a través de cuadros, fotos, esculturas y algún que otro cachivache colorido. De sus techos cuelgan mil y un cacharro, haciendo de la atmósfera un lugar soportablemente claustrofóbico.
Básicamente, tomamos copas y disfrutamos del baile de dos grandes artistas (fue breve pero intenso) y de la poesía del propio Curro (obras de García Lorca que podrían poner el vello de punta). Me gustó mucho tener la oportunidad de conocer algo tan típico.
Al día siguiente, un amigo de Granada nos contaba como ellos, años atrás, iban habitualmente de marcha a esas cuevas. Hoy en día está claro que son un reclamo para turistas pero yo, que suelo huir de los shows para visitantes, pasé un rato de lo más auténtico.


